2000 — 21 de enero

El golpe de Estado de “Los tres chiflados” derroca mi gobierno constitucional.

Texto escrito por Jamil Mahuad, presidente de la República, tomado de Así dolarizamos al Ecuador:

EL PRIMER GOLPE DE ESTADO DEL NUEVO MILENIO EN EL MUNDO

Los “tres chiflados” ecuatorianos destruyen la democracia

Una semana antes del golpe de Estado del 21 de enero, sin advertir que ya había un complot armado dentro del Ejército y que en él participaban los generales Carlos Mendoza y Telmo Sandoval —quienes fingían su falsa lealtad a la democracia y al Gobierno—, cometí dos errores muy graves que, vistos hoy en perspectiva, contribuyeron al fin de mi periodo como presidente del Ecuador, dañando la vida democrática y constitucional del país.
El primer error fue aceptar la renuncia del ministro de Defensa, el general José Gallardo, el 13 de enero. No me di cuenta en ese momento de que su salida era un objetivo estratégico de los militares golpistas y de que habían regado el rumor de que el ministro había perdido legitimidad en el mando con el objeto de minar su reputación y prestigio. La presencia del general Gallardo en el Gobierno les impedía a los militares golpistas llevar a cabo la traición que estaban maquinando, pero una vez que esta pieza fue retirada del tablero, pudieron avanzar en sus planes. Personalmente me dolió perder la contribución del general Gallardo. Era un hombre patriota, valiente, estoico, leal a sus superiores y a sus subalternos, y que amaba a su país y a las Fuerzas Armadas como pocos.
“El segundo error —aún más grave—fue encargar el Ministerio de Defensa al general Carlos Mendoza, quien se revelaría luego como uno de los conductores y beneficiarios del golpe militar que derrocó a mi Gobierno1.
La marcha indígena hacia Quito se convirtió en una marcha antidolarización. Tal y como sus dirigentes lo habían anunciado y preparado, la marcha avanzó desde diversas provincias del Ecuador hacia la capital. Cuando los manifestantes llegaron, se concentraron a pocos metros del Congreso Nacional y de la Corte Suprema de Justicia, en el parque de El Arbolito. Aunque sumaban alrededor de 5.000 personas, su presencia era pacífica. Como lo habían anunciado, instalaron una reunión en el Ágora del edificio aledaño al parque, el de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, a la que denominaron ‘parlamento popular’. En sus arengas expresaban el absurdo criterio de que ese ‘parlamento’ tenía la legitimidad suficiente para escoger al nuevo Gobierno del Ecuador.
Desde el lunes 17 de enero, reunidos en el Salón de Gabinete con el ministro de Gobierno —Vladimiro Álvarez—, el ministro de Defensa encargado —Carlos Mendoza—, y los comandantes generales del Ejército y la Policía evaluábamos la situación a final de cada día.
—Este es un movimiento que durará poco más. Pronto morirá por inanición —reportó el ministro Mendoza el primer día de la marcha. Esta misma evaluación la repitió todos los días que duró la movilización, asegurando que todo estaba bajo control y que el número de indígenas concentrados estaba decreciendo porque poco a poco estaban regresando a sus hogares para cuidar sus sembríos y dar de comer a sus animales. La Policía en la calle controlaba el orden con prudencia para evitar confrontaciones físicas.

1 En otro libro que me encuentro preparando me referiré con detalle al proceso del golpe de Estado, que demanda una extensión que sobrepasa el propósito de esta crónica.

Sin embargo, como los días pasaban y sus proclamas de “que se vayan todos” —pues pedían la renuncia de todo el poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial— no producían ningún resultado visible, los indígenas iniciaron acciones agresivas contra la población civil en la zona aledaña. Utilizando su ‘bandera antidolarizadora’ como caballo de batalla, el jueves 20 de enero rodearon el edificio de la Corte Suprema de Justicia e impidieron por varias horas la salida de jueces y empleados del sector judicial. También rodearon el edificio de la Contraloría. En la noche, la televisión mostró cómo los indígenas finalmente permitieron la salida, en fila india, de los funcionarios y empleados de la Corte. Varios indígenas en estado de embriaguez los esperaban allí con botellas de licor en sus manos, de las que los forzaban a beber mientras les pintaban la cara de colores y les obligaban a bailar al son de la música de lo que parecían ser radios portátiles. Sin duda, era un espectáculo denigrante que no mostraba ningún respeto hacia estos com patriotas que no participaban en actividad política alguna por la naturaleza de sus funciones en el sector público.
—Así son ellos —dijo Mendoza en la evaluación al final de la tarde, para restarles importancia a los atropellos—. Pero nada ha cambiado. En pocas horas se irán a sus casas.
“El reporte final de seguridad que recibí tarde en la noche del jueves 20 de enero informaba que los indígenas continuaban bebiendo y bailando en la zona aledaña al estadio de El Arbolito. El evento coincidió con el primer eclipse de luna del nuevo milenio. Algunos voceros indígenas le darían después a este hecho el valor de una premonición.
En el Gobierno habíamos venido trabajando durante un año en el proyecto para construir el nuevo Oleoducto de Crudos Pesados (OCP), que transportaría el petróleo desde los campos petroleros de la Amazonía ecuatoriana hasta el puerto de Esmeraldas, en la costa norte del país. Habíamos decidido que lo construyeran las compañías petroleras privadas que explotaban los pozos en el Oriente y que tenían interés directo en sacar el crudo. De esta forma, el proyecto sería financiado como proyecto privado y no estatal para evitar el incremento de la deuda pública y garantizar una mayor eficiencia en el proceso de construcción. El Ministerio de Energía analizó el estudio de factibilidad elaborado por las compañías, revisó los estudios de ingeniería de detalle terminados, y concluyó que el proyecto era rentable. Las compañías petroleras seleccionaron a una empresa constructora y buscaron el banco que financiara el costo del proyecto, que tomaría, de acuerdo con nuestros planes, un total de 18 meses. De manera simultánea, estábamos preparando las reformas legales que permitirían adecuar las disposiciones vigentes para la operación del Sistema de Oleoducto Transecuatoriano (SOTE) —el único oleoducto que existía en el país, y que era del Estado— a las del oleoducto de crudos pesados. Una buena parte de los recursos derivados de la operación del nuevo oleoducto se destinaría a un fondo de emergencias que ayudaría a soportar, de acuerdo con nuestras predicciones, los embates económicos que pudieran amenazar la dolarización, entre los cuales estaba la caída del precio del petróleo.
Por esas razones, había agendado el viernes 21 de enero una reunión con el secretario de la Producción, Javier Espinosa, y el ministro de Energía, Teodoro Abdo, para atender a un grupo de inversionistas interesados en el proyecto del nuevo oleoducto. Era el día siguiente al atropello de los manifestantes indígenas a jueces y empleados de la Corte Suprema de Justicia y al primer eclipse de luna del nuevo milenio.
“A media mañana de ese día, un pequeño grupo de militares se movilizó hacia el Congreso Nacional, retiró las serpentinas con las que la Policía lo había rodeado para protegerlo de posibles desmanes y entró a la fuerza en el recinto. Desde adentro abrió las puertas de par en par, invitó a que entrara quien quisiera y anunció la formación de un triunvirato formado por un coronel al que nadie identificaba —que se presentó como Lucio Gutiérrez—, el líder indígena Antonio Vargas y el abogado guayaquileño Carlos Solórzano, expresidente de la Corte Suprema de Justicia. Así inició el primer golpe de Estado que se producía en el mundo en el nuevo milenio.
El ministro de Defensa encargado, Carlos Mendoza, vino al palacio acompañado de los comandantes de la Fuerza Aérea y de la Fuerza Terrestre del país, y me comunicó con frases a medio terminar que las Fuerzas Armadas no respaldaban más al presidente y que yo debía colaborar con una “salida constitucional”. Salió del despacho y lo anunció al país en una rueda de prensa. Me presenté en cadena nacional de radio y televisión y les dije a los golpistas que si querían dar un golpe militar podían hacerlo porque tenían la fuerza, pero que lo dieran de frente, y que yo no iba a presentar mi renuncia para disfrazar de sucesión constitucional un golpe militar.
Mientras el triunvirato permanecía en el Congreso, un grupo numeroso de personas dirigido por algunos indígenas marchaba hacia el Palacio de Carondelet. El general Carlos Moncayo —hermano del general Paco Moncayo, quien estaba a cargo de la defensa del palacio— me envió por medio de mi edecán el mensaje de que renunciara y abandonara el palacio porque él, según me dijo el edecán, no podía garantizar la seguridad física del presidente. Decidí permanecer en el palacio a pesar de la amenaza implícita que contenían las palabras del general Moncayo. Más tarde envió el mensaje de que tampoco podía garantizar la seguridad de los servidores civiles que se encontraban haciendo su trabajo en la Presidencia.
Minutos después, el general dijo en televisión que retiraba a las fuerzas militares que protegían el palacio, una clara incitación a que los manifestantes avanzaran sin temor alguno. Mis edecanes me informaron que solamente ellos y la guardia del palacio podían defender a quienes estábamos en la Presidencia y que así lo harían porque actuar así formaba parte de su responsabilidad y honor militares. ¡Yo, que había conse guido firmar la paz con el Perú para evitar la pérdida de más vidas militares ecuatorianas, enfrentaba ahora el dilema de escoger entre renunciar a la Presidencia para contar con la protección militar, o no hacerlo y poner en riesgo la vida de mis colaboradores cercanos que, en muestra de admirable lealtad, estaban resueltos a permanecer junto a mí a pesar de los riesgos terribles que corrían! Por una parte, mis convicciones personales me impedían renunciar ante un grupo de golpistas. Como dije entonces y como lo repetiría hoy, nunca habría puesto mi firma en una renuncia exigida por la fuerza y destinada a disfrazar con el maquillaje de “sucesión constitucional” —el término que usaron las Fuerzas Armadas para presionarme a renunciar— lo que en realidad fue un simple, primitivo y vulgar cuartelazo. Por otra parte, sentía que mi derecho moral de tomar riesgos sobre mi vida no se extendía a poner en riesgo la integridad de mis colaboradores.
La marcha indígena continuaba avanzando hacia el pala cio. Las probabilidades de un desenlace violento crecían cada segundo. Se acababa el tiempo para decidir. Encontré un curso de acción que me permitiría eliminar el riesgo de violencia sin renunciar a la Presidencia. Repetí que no renunciaría y jamás lo hice. Pedí entonces a mi hija, Paola, que saliera de Carondelet y que se fuera a su casa, donde vivía con Tatiana, su madre. Dejé el palacio en la tarde y me dirigí a la base aérea en el aeropuerto Mariscal Sucre. Ahí me mantuvieron rodeado de militares y me insistieron que no recuperaría mi libertad si no renunciaba a la Presidencia del Ecuador. Los leales servidores civiles del palacio salieron una vez que yo ya lo había hecho.
Durante varias horas atendimos con el canciller Benjamín Ortiz las llamadas de presidentes y cancilleres de América Latina, quienes se mostraban indignados por este atropello a la democracia y me invitaban a que visitara sus sedes diplomáticas en Quito para ofrecerme la protección que necesitaba, pues temían por mi seguridad personal. Con el canciller Ortiz agradecíamos a todos su generosa solidaridad, pero cortésmente declinamos sus invitaciones y permanecimos en la base como representantes de la vigencia del orden jurídico en el país. El Grupo de Río —integrado por Argentina, Brasil, Bolivia, Colombia, Chile, México, Paraguay, Perú y Venezuela—, el Consejo de la Comunidad Andina —que agrupaba a Bolivia, Colombia, Perú y Venezuela—, la Organización de los Estados Americanos y los gobiernos de España, Uruguay y varios países europeos condenaron de inmediato el golpe militar.

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A los pocos minutos del pronunciamiento del Gobierno de los Estados Unidos, Mendoza renunció, el triunvirato se deshizo, y los pocos indígenas y ciudadanos que seguían en la plaza de la Independencia fueron retirados en paz.
De esta forma, el 21 de enero del 2000 el Ecuador tuvo tres gobiernos: empezó el día con mi legítimo Gobierno constitucional, fue seguido a media mañana por el triunvirato fallido de Gutiérrez, que fracasó enseguida, y terminó con el triunvirato de Mendoza, que tampoco logró consolidarse.
“La forma pacífica en que desalojaron la Plaza de la Independencia hacia la media noche, demostró cuán fácil hubiese sido mantener el orden constitucional si Mendoza hubiese cumplido con su deber, lo que no hizo porque, por supuesto, era parte del golpe.
Las declaraciones de Mendoza confirmaron al Ecuador y al mundo que se había instaurado una dictadura. Ante este hecho consumado, acepté la generosa invitación del Gobierno de Chile a que visitara la embajada en Quito y durmiera esa noche en ella para garantizar mi seguridad personal. El Departamento de Estado de los Estados Unidos condenó el golpe con extraor dinaria fuerza y anunció que el comportamiento del triunvirato de dictadores conduciría a que el Ecuador recibiera un tratamiento similar al de Cuba.
Una vez que salí del Palacio de Carondelet, el general Mendoza entró en él. Horas más tarde reemplazó a Gutiérrez en el triunvirato y hacia la medianoche declaró a la prensa que ellos —Mendoza, Vargas y Solórzano— eran el nuevo Gobierno del Ecuador y que habían cerrado el Congreso. Cuando los periodistas le preguntaron a Mendoza si mantendrían la dolarización y si convocarían a elecciones, dijo que de eso hablaría al día siguiente; al ser preguntado sobre mi situación, dijo que no sabía dónde me encontraba.