1999 — 11 de marzo

Congelo los depósitos y pido auditoría internacional del sistema financiero

Texto escrito por Jamil Mahuad, presidente de la República, tomado de Así dolarizamos al Ecuador:

PERDER UNA PIERNA PARA SALVAR LA VIDA

Estábamos en el momento más alto de la crisis. La incertidumbre era enorme pero debíamos actuar pronto. Recibí las opiniones de mi equipo económico y de expertos internacionales. Según ellos, el Banco Central del Ecuador había agotado las medidas amistosas con el mercado sin conseguir que bajara la demanda de dólares y que la mayoría de ellos se fugaran del país. Era imposible manejar la situación sin la ayuda de medidas extremas. Solo quedaba una bala de plata para matar a la hiperinflación: impedir por la fuerza que las personas sacaran los sucres de sus cuentas bancarias —es decir, congelar su dinero— e impedir con ello que compraran dólares y los mandaran al exterior (o los guardaran debajo del colchón) hasta que la situación se calmara y hubiese desaparecido el pánico.
Cuando comprendí que se aplicaban a mi situación las palabras de Ortega y Gasset porque estaba “fatalmente forzado a elegir” entre el congelamiento o la hiperinflación y que la tiranía de estas dos opciones formaba el inevitable dilema que tenía frente a mí, pronuncié con amargura para mí mismo la Oración de la Serenidad que había mencionado en mi discurso de posesión. Me revestí de toda la serenidad que logré reunir y acepté que no podía cambiar el cruel dilema en que me encontraba, que estaba viviendo una “circunstancia única e ineludible” que me marcaba “lo que había que hacer”, pues me forzaba a elegir entre la pérdida de mi capital político, acumulado en largos años de servicio público, que sería la consecuencia inevitable del congelamiento parcial de los depósitos de la gente para impedir que desaparecieran casi totalmente al ser engullidos por la hiperinflación, o poner la defensa de mi capital político por encima del futuro de la población, no congelar los depósitos y dejar que todo, literalmente, “se fuera al diablo”. El tiempo corría y la hiper inflación y el dólar subían, no podíamos perder ni uno de los últimos minutos de la hora 24 que estábamos viviendo. Si dejábamos que tomara cuerpo la hiperinflación, entraríamos en la trágica resignación de la hora 25.
Con mucho dolor elegí la opción que me dictó mi ética personal: la de mi sacrificio político en favor de la opción preferencial por los pobres, la que favorecía a la mayoría del Ecuador, que no tenía depósitos bancarios. Me armé de valor y, “en obediencia a mi sereno juicio”, tomé tres decisiones críticas:
Primero, dispuse el congelamiento del 50 % de los depósitos y de los créditos bancarios en el país, al postergar por un año los vencimientos de los préstamos de los clientes con los bancos (a esto lo llamamos reprogramación de activos y pasivos).
Segundo, dispuse un incremento sustancial de los precios de los combustibles, los cuales ofrecí bajar cuando el Congreso subiera los impuestos.
“Tercero, pedí a las autoridades de supervisión bancaria que contrataran una auditoría internacional de todo el sistema bancario ecuatoriano, incluyendo los bancos extranjeros que operaban en el país, para conocer la situación real en que se encontraban.
Una vez decidido el congelamiento o la ‘bala de plata’ para acabar de manera certera con la hiperinflación, era necesario establecer un feriado bancario para preparar los detalles jurídico-técnicos que permitieran su ejecución. Esta decisión no la podía tomar el Ejecutivo, sino la Junta Bancaria que así lo dispuso. La bala de plata cumplió su objetivo, pues mató de raíz la hiperinflación. Al congelar el retiro de depósitos, la demanda de divisas paró: el dólar bajó de los 18.000 sucres que había alcanzado en su tope máximo a 9.800 y se mantuvo en cifras similares por algún tiempo. Sin embargo, la misma bala de plata hirió de muerte el apoyo ciudadano a mi gestión. El tsunami de la indignación nacional ante las medidas de congelamiento de depósitos y retiros, y del aumento de los precios del combustible, recorrió el país y abrió las puertas del infierno político y social en que entraría el Gobierno y en el que se mantendría en general durante el resto del año. Era el caldo de cultivo ideal para que proliferaran rumores infundados sobre la causa de las medidas que habíamos adoptado. De todos los rumores que circularon, el más dañino fue el que aseguraba que el Gobierno había decretado el congelamiento para proteger a los banqueros del país.